que se disfruta en el estío, ante el calor
y la luz.
Esa calma que retiene un espacio,
donde nada escapa a la contemplación,
donde todo es aire que circunda
y rodea un ámbito, necesariamente
vital y emotivo.
La danza de las hojas al compás
de la música del viento, secretamente
susurrado al oído, vagamente divulgado
como un rumor que el río conoce
y alegre, hace sonar el cascabel cristalino
de sus prístinas aguas.
La calma en el regocijo,
la apertura de los sentidos, que trasciende
toda notoriedad sobre el fluir de las cosas,
haciendo que la memoria detenga
la celeridad del vuelo último
y se amainen las ansias de precipitarse,
sin antes prenderse en la llama que brota
de toda emoción latente,
para recobrar de nuevo una sensación
de creciente espuma,
como goces presentidos, cuando vivir
es permanecer expectante
y fluir conscientemente,
hacia todos los espacios, que el tiempo
agota en su seno.
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