Demasiado grande, el ataúd donde maduran
todas las desgracias.
Demasiado corto, el tiempo para arrojarlas
fuera del camino, mientras vamos sembrando
las pocas alegrías que florecen.
Las telarañas se cubren de polvo
y las criptas abandonadas, se mojan
en lágrimas ausentes o copiosa lluvia
enardecida por el látigo de luz,
de un relámpago, que rompe en dos
las noches del infortunio.
El horror tiene las cuencas vacías,
para impedir que el alma salte despavorida
del pecho.
Los muertos no sienten temor, ni dolor.
La vida duele y la muerte es una callada
redención, en una puerta que cierra y solapa
toda la angustia de la sangre y calma
con su fría lápida, todo ardor
que pueda consumirnos.
Escrito en Octubre 2017 por Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
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