hería la carne que pendía del árbol
de las horas.
Hay una curvatura que se doma
sobre los lechos, donde reposan las aguas
vegetales y el suave pigmento, que se adhiere
a la piel inconclusa, impregna la faz
de la hiedra.
El remanso, abriendo sus muslos de plata,
destella ante el fúlgido sol y un tórax de escamas, decrece ante el límite que
el cabello suelto, establece entre la caricia
y el rumor de olas o besos.
Se detiene apenas un paso, el pie que entre
las nubes doradas, se sumerge travieso
en las espumas del día.
Una alegoría en carros de fuego cabalga
sobre la matriz del firmamento.
No me preguntes si existe Dios, he visto
en las llamas su ojo celeste, perdiendo
su ígnea pupila en la inmensidad de la noche.
He sentido su aliento de jazmines en el beso
enamorado de una mujer y su bondad,
extenderse como una piadosa lágrima azul,
en la vastedad del firmamento.
Ha cesado el rayo, el temor al látigo inmisericorde.
Ha nacido una nueva fe, mandarinas
de sueños, para la árida garganta que sufrió
la vigilia.
Vendas blancas, para los ojos sin amanecer,
donde la noche impuso su imperio de terror.
Arpas con fibras de corazón, para aquel
que perdió su identidad, en medio de
la desolación del desierto.
Lágrimas de azúcar, para quien transpiró
en su cuerpo, vinagres de amargura.
Ha extendido la gran ave su vuelo
y sus alas de inmaculado salmo, ha rozado
las cenicientas cabezas de los hombres,
temerosos de su destino.
Escrito en 1985 por Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
© Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
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