sábado, 10 de agosto de 2024

El sol asoma de nuevo tras la tormenta.

Ha cesado el rayo que, en agujas de diamante,
hería la carne que pendía del árbol
 de las horas.
Hay una curvatura que se doma 
sobre los lechos, donde reposan las aguas 
vegetales y el suave pigmento, que se adhiere 
a la piel inconclusa, impregna la faz 
de la hiedra.


El remanso, abriendo sus muslos de plata,
destella ante el fúlgido sol y un tórax de escamas, decrece ante el límite que 
el cabello suelto, establece entre la caricia 
y el rumor de olas o besos.


Se detiene apenas un paso, el pie que entre
las nubes doradas, se sumerge travieso 
en las espumas del día.
Una alegoría en carros de fuego cabalga 
sobre la matriz del firmamento.


No me preguntes si existe Dios, he visto 
en las llamas su ojo celeste, perdiendo 
su ígnea pupila en la inmensidad de la noche.
He sentido su aliento de jazmines en el beso 
enamorado de una mujer y su bondad,
extenderse como una piadosa lágrima azul,
en la vastedad del firmamento.


Ha cesado el rayo, el temor al látigo inmisericorde.
Ha nacido una nueva fe, mandarinas 
de sueños, para la árida garganta que sufrió 
la vigilia.
Vendas blancas, para los ojos sin amanecer,
donde la noche impuso su imperio de terror.
Arpas con fibras de corazón, para aquel
que perdió su identidad, en medio de 
la desolación del desierto.
Lágrimas de azúcar, para quien transpiró 
en su cuerpo, vinagres de amargura.


Ha extendido la gran ave su vuelo 
y sus alas de inmaculado salmo, ha rozado 
las cenicientas cabezas de los hombres,
temerosos de su destino.

Escrito en 1985 por Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.

© Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.




No hay comentarios:

Publicar un comentario