que mis oídos pueden percibir.
Es la música, ese camino de espacios
horadados que deja en el letargo,
una impresión de huellas indelebles.
Olas crecientes de cinco sentidos,
que, a través de cinco estados, crecen
afianzando su paso.
Pájaros fugaces en vuelo exhausto,
que descansan en leves compases.
Enredaderas, que al musgo decrépito
atenazan, sosteniendo en largos dedos,
columnas de agua metálica, donde una cuerda
acaricia firmamentos cromáticos.
Siento esa levedad de moho, que se desprende
de las fibras íntimas de las túnicas del aire.
Una ebriedad de gozo, que derriba muros
calcinados, donde tortugas melancólicas,
patinan con extremidades de alga.
Un vacío existencial, cubierto de telarañas
que tejen la plata, allá donde el fulgor
es sólo la llama que, desde un pecho de ónix,
asedado con betas de gasa y tules, se alarga
en lenguas nerviosas.
Escarceo de ninfas, que juegan a esconder
su desnudez y nuevamente se muestran
engalanadas, dejando en el aire un leve
suspiro, que intenta resistir a perderse
en la lejanía, en la inmensidad del olvido
y permanece flotando en una última nota,
prendida al éter en un dorado sortilegio.
Escrito en 1985 por Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
© Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
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