carmesíes, acude el beso en un rumor ciego
de sonido apenas percibido.
La caricia es esa larga sombra que,
como bruma se extiende sobre las laderas
de tu cuerpo y sólo la luz de tus ojos ilumina
la penumbra de la noche.
Golondrinas vivarachas, tus párpados
se cierran ante el dulce sueño presentido
y la piel se funde en espumas, al roce
de tus cabellos.
Se ciñe al alabastro de tu cuerpo, el céfiro
notorio de un suspiro, dando a mi adorada,
la imagen de una diosa desterrada, hecha
mortalmente mujer, divinamente amorosa.
Posee un cáliz desbordado, cuyo brocal
hecho labios, contiene la dulzura del licor,
que maduraba en sus entrañas.
Su amor me rebasa y la empapa como
fina lluvia y en divinas gotas se dispersa
sobre el rubor de sus mejillas, tornándose
iridiscente y embriagando el firmamento.
Dos estrellas coronan su cándida frente
y un áureo laurel rodea sus sedosos cabellos.
¿Cómo expresar el eclipse de mis ojos,
ante la conjunción de astros, que derraman
su luz sobre el planeta deshabitado
de mi cuerpo?
¿O ese sentirse inmortal, burlando
la dimensión del tiempo
durante nuestro encuentro?
¿No será que, el amor, perpetúa así
la existencia, borrando las sombras
de la muerte?
¿No será que, tal profundidad, traspasa
todo límite y barrera?
Acaso el mortal humano, emule el destino
de los dioses, cuando ama y burla todo temor,
todo dolor y toda suerte.
Tal vez, porque la suerte esté echada
o porque hemos elegido el mejor camino
y seguimos el sendero abierto hacia la eternidad, en completa armonía
con el universo.
Escrito en 1985 por Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
© Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
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