nuestra mano, pues en su apariencia ,
parece estar apagado.
El dolor se transmite desde la piel hasta
los nervios, visiblemente alterados.
Una punzada aguda, una crispación
sobre la inercia, hace que la mano
se agite al aire.
Es entonces, cuando todos los músculos
de la cara, reflejan un estado incontrolable,
en un rictus que nos contrae, bajando
hasta el vientre y despertando la angustia,
antes dormida.
Ni siquiera el agua, sofoca el fuego
que sentimos en la extremidad dañada.
Acaso, un bálsamo o una lágrima evaporada
sofoque el ardor, que incómodamente
se instala en nosotros, recordándonos
la imperfecta humanidad, que llevamos
sobre los hombros.
El pulso se siente en los dedos y va cediendo
el ardor.
Ahora, sólo queda esperar, que se forme
la huella, que el fuego dejó sobre
nuestras carnes.
Escrito en Noviembre 2020 por Eduardo Luis Díaz Expósito.”zuhaitz”.
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